Algunas ciudades, por el empeño de los hombres, parecen destinadas a preservar la memoria de aquello que se quiere perpetuar; la historia de la nación, su identidad cultural o su religión. Sin embargo, el acontecimiento, en esa obstinación por aprehender el tiempo e imponer un recuerdo, se pierde para siempre. Pero ¿cómo hacer hablar a la memoria petrificada si en el proceso de monumentalización se corre el riesgo de perder aquello que evoca?
Los monumentos, representaciones de la historia, son objetos culturales cargados de ideología que funcionan como un simulacro, como repetición de un único pasado, constituyéndose como un elemento de violencia simbólica que impone su mirada. No obstante, la ciudad también es portadora de memoria, memoria latente, en ella se inscribe la huella de lo que aconteció. Discursos interrumpidos, solapados por el tiempo, que remiten a un tiempo pasado.
Jerusalén, Berlín o Washington, capitales de estado, dejan ver de forma muy distinta el poso de su historia, las marcas de su pasado. Con este trabajo nos acercamos, como un cepillar de la historia a contrapelo, a algunos de los monumentos, de los memoriales, pero también a pequeños fragmentos de memoria que se hallan inscritos en estas ciudades, con la idea de establecer una reflexión, a través de la imagen, en torno al memorial y a su función como depositario de la memoria. Pues cuando hablamos de lugares de memoria, elemento esencial en nuestro trabajo, percibimos el peligro que supone la monumentalización de un lugar, de un hecho.
Memoriales.
Inyección de tinta sobre papel de algodón montada sobre Dibond.
100x110 cm.
Ed. 5 + 1 a/p.